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El proceso del manto de la Virgen de la Luz, de la Hermandad de Ciudad Real, regalo de la Hermandad Sevillana de la Piedad, esta viendo culminado el proceso del bordado de las zonas doradas.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Noche de Diciembre, noche bella, noche pura…

Era una tarde lluviosa, como lo habían sido las anteriores. Era un mes de Diciembre atípico, llovía en demasía, y cuando caigan las finas gotas de lluvia, el frío cesaba. No era tampoco habitual el ver el centro de la ciudad tan solitario, pues las fechas obligaban a permanecer en el aunque el tiempo presentará inclemencia hacia nosotros. Las luces brillan, como pequeños copos de nieve que se quedan en suspensión en la suave brisa sevillana. Me acompaña la camarera. Caminamos presurosos hacia la pequeña tienda donde Ella espera. Hará cosa de un mes que nos vimos por primera vez. Es curioso, como sin decir ni una palabra, nos lo dijimos todo. Me llamó, y yo fui.

Llegamos mientras la fina lluvia que caía amainaba. La mujer que estaba sentada en la silla aquella vieja ya por el paso del tiempo, saltó como un resorte que salta ante la llegada de un invitado que no es esperado en un día de tales características. Es curioso como al vernos llegar a mi y a la camarera, la mujer esbozo una sonrisa. Seguramente, en aquel momento, Ella le dijo al oído a que habíamos venido. Inmediatamente la mujer nos pregunto que deseábamos y nosotros le expresamos nuestro deseo. La mujer bajo presurosa a la trastienda, que en este caso se hallaba, por cosas de ahorrar espacio, en las dependencias de abajo.

La camarera y yo nos quedamos a solas entre fotos, videos, música, y pequeñas reproducciones. Fue entonces, cuando un suave olor a incienso llegó a nosotros. Parecía que las puertas del cielo se habían abierto para dejar que bajara Ella. La mujer la posó suavemente en la mesa. Yo no pude reprimir una de las lágrimas que brotaron en mis ojos. La mujer, tampoco. Ella lloraba de emoción al despedir a su Madre. Yo, lloraba por la alegría por poder llevar el testigo ahora, del deber, y del tener que cuidarla.

La envolvió, como si de oro se tratará. En una caja en la que apenas podría moverse, entre encajes, terciopelo, y papeles de periódico, fue introducida con cariño y esmero.
Una vez acabado el proceso, dimos lo correspondido a aquella señora, y tras un adiós, salimos de aquella pequeña tienda, donde Ella había estado aguardando nuestra llegada.

Al salir, la lluvia hacia tiempo que no caía. ¿Cuánto tiempo? No lo se. El tiempo desde que la vi llegar a mi se había detenido. Ahora, en lugar de lluvia, arreciaban los cánticos de los coros de campanilleros que cantaban villancicos en honor al Santo Rey que ya había nacido. Las luces de las calles parecían ahora más brillantes, más divinas… más puras. La camarera y yo no cruzábamos palabra alguna, todo se había sumido en el silencio en nuestro interior, en un recogimiento que solo ante Ella podía hacerse.

El viaje se hacía ahora más largo, yo la llevaba entre mis manos, dentro de esa pequeña caja donde todo, el tiempo, el espacio, la vida, parecía detenerse.

Llegamos a casa, y las llaves de la puerta, sonaron al abrir el cerrojo; no sabíamos entonces, si al entrar, nos encontraríamos con nuestra casa, o si veríamos ángeles cantores que alababan a la Señora.

La camarera tomo entre sus manos entonces la pequeña caja que la protegía del frío, la luz, el viento… yo no la vería hasta que sus Majestades adorarán al divino Redentor, pero una cosa era ya cierta, una cosa sabía ya mi corazón y nadie me lo podría negar: Nuestra Madre… ya está en casa.

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